Pileta de la Mamahuarmi en la Plaza de Armas del balneario de Churín |
El cacique Runa Kachi “Hombre Sal” vivía en esas tierras y con su esposa tuvo una hija. Ella creció entre retamas y eucaliptos, sumergiendo su delicado cuerpo en el río. Conversaba con las avecillas y miraba a los cóndores. En el día el Inti la admiraba y durante la noche, la Quilla envidiaba la belleza de Urpi. Pero el destino quiso que llegara a churín, el conquistador barbado, con yelmo y coraza, espada de acero y grandes botas, montando brioso corcel. La gallardía del soldado impresionó a Runa Kachi, quien le dio hospitalidad, y especialmente agradó a la ñusta.
El jefe ibérico estaba acompañado por soldados y su misión era encontrar oro y plata y cuanto objeto de valor que pudiera engrosar las arcas de Francisco Pizarro, tesoros que más tarde envió al poderoso rey de España. Los españoles vienen cansados, han viajado por caminos de herradura, desde Pachacamac por la costa, hasta la sierra y la telúrica Cajamarca.
Runa kachi hizo honores a los hispanos y en señal de hospitalidad ordenó a su hija atender a los guerreros. Pasaron los días y el capitán se enamoró de la candorosa Urpi, de sus largos y sedosos cabellos, de sus ojos almendrados y oscuros como la noche, de su piel cobriza y reluciente como el cobre pulido, de sus formas femeninas, exquisitas y sensuales. El romance fue apasionado. En él se mezcló la fuerza guerrera española con la delicada india, en lo que quizá fue uno de los primeros mestizajes en nuestras tierras. Pero él tiene que partir para responder a la orden del veedor don Miguel Astete, pero promete volver mientras su amada llora desconsolada.